sábado, 26 de diciembre de 2015

La Navidad 2098 de Karen

Karen fue una de las últimas cristianas rancias de fin de siglo. Se lo debía en parte a la tradición generacional. Aquella y todas las navidades, precedentes y por venir, eran producto de su antiquísima doctrina. Lo presumía cuando la oportunidad se le presentaba; por la mañana, con Marí, la androide repartidora del restaurante de comida económica, por ejemplo. Eso era de lo poco que la hacía sentirse diferente a los demás. En lo general ella era bastante convencional; le gustaba salir con sus amigos, bailar, conectarse, conversar. Leía artículos históricos y poseía una modesta colección de biografías sobre personajes trascendentales para la humanidad. 

Habría que reconocer lo irónico de ese día, al encontrarse laborando en la celebración que por derecho casi hereditario le correspondía. Miró a los asistentes al banquete; todas muy finas personas de los distritos más prósperos, y algún que otro turista de distritos lejanos, de estados vecinos o en fraternidad con el nuestro. Karen se sentía camuflada en su elegante uniforme oscuro, con dos rectos tiznes carmín por cada mejilla, resaltando en su  lácteo y fresco cutis, a la manera tribal que parecía estar perdiendo tristemente auge. Se preguntó si no se vería algo obsoleta. De fuera le llegaba el aroma a pólvora, por la pirotecnia. Las calles debían estar sumergidas en humo. Era insoportable para su sensible olfato. Miró la hora proyectada en su palma derecha. Los gemidos del interior se mezclaban con la algarabía de los invitados y los gritos eufóricos de fuera. 

Hoy sería la noche de la señorita, hoy conocería por primera vez lo que es... ella odiaba que le llamasen así; señorita. Eran casi de la misma edad, un par de años en desventaja apenas. Aún así, Karen todavía no experimentaba lo que la señorita... Freya (como la célebre líder del movimiento atavista, que causó tanto revuelo cuando niña) experimentaba ahora. Era virgen como la madre de Cristo redentor, para dejarlo pronto todo en un punto exacto.  La pólvora era más arcaica que Jesús, leía que fue elaborada cuatro siglos atrás por los chinos como cura a la mortalidad. Alguien se acercó a la puerta, tomó el asa, Karen amablemente le explicó que la habitación estaba reservada. Los gemidos se habían debilitado, pero el golpeteo de los cuerpos blandos comenzaba a sobresalir. Karen creyó haber identificado el orgasmo de su jefa. La señorita tenía mucho vigor, y llevaba tiempo planeando este día, este preciso día; justo el día en que el hijo de nuestro señor Jesucristo vino al mundo. El intruso la miró con los ojos llenos de sorpresa, y Karen le sonrió a la vez que sujetaba el pomo con firmeza. La pólvora subsistiría por muchos siglos más, pero su vinculo con la inmortalidad estaba roto; Karen se sintió inquieta, le hacía un ruido terrible una tradición tan vacía. 

Suspiró. Dentro, la agitación había cesado. La gran actriz Freya Alexandrova había conseguido darse uno de los mayores placeres humanos y ahora reposaba en los brazos de su importador. Aquel macho, fan de esta hembra, había recorrido un largo y tedioso sendero burocrático para traerla aquí, era su última y más ambiciosa empresa; ambos habían jugado el mismo juego desde que se conocieron, acechándose, midiéndose y ahora finalmente atacandose. Freya Alexandrova era una mujer atractiva, de tez bronceada, con unos rasgos, gustos y costumbres meramente gitanas; así pues, uno de sus más altos pasatiempos era comprar y cubrirse de bisutería, puesto que, como alguna vez lo confesó a Karen, ella siempre quiso ser orfebre. Su alto sentido de emotividad la condujo por otro camino; a encarnar personajes, a lo que Karen muchas veces comparaba con su gusto por mirarse como uno de estos y narrar su existencia. De pronto pensó en su abuelo. Freya siempre se lo recordaba indirectamente; ambos detestaban este tipo de eventos, todo tipo de eventos, y eran harto sensibles al punto de llorar porque sí.

El abuelo de Karen debía traer puesto encima el enorme cobertor afelpado, semejando un oso, sentado en su sillón, pensando a oscuras y frotándose las manos. La cara resplandeciente como luna por aquello de inocularse ADN de quién sabe qué animal abisal bioluminiscente cuando joven y deportista. Karen estaba preocupada porque era el último familiar que le quedaba. Cuando muriese regalaría al gato porque no soportaba la idea de convivir íntima y exclusivamente con uno. El importador salió un tanto apurado y sin mirarla. El abuelo se había desconectado del mundo tras la muerte de su hija, luego que la abuela falleció años más tarde, tuvo un cruento ataque, y despedazó todo recuerdo de ellas, para finalmente mudarse a casa de Karen, quien asumió el papel de enfermera. Dormía mucho, lloraba mucho, e intentaba ayudar acomidiéndose de vez en cuando a preparar comidas vegetarianas como para no pensar en su destino. Estaba prohibido mencionar alguna alusión a eso frente a él. Los agentes de aseguradoras eran terroristas, sólo había que ver su expresión de pánico para darse cuenta.

Karen miró la hora. Se había perdido en recuerdos. Echó un vistazo dentro. La señorita Freya miraba estática boca arriba el techo verde, los dientes infantiles, redondeados, expuestos. Las sábanas manchadas de orina en el borde del colchón, y debajo, en el suelo, un charco de esta. Lo había encontrado, ese era el aroma sepultado en perfumes oceánicos y silvestres que Karen siempre confundía con el de la sopa de fideos. Y aquel, condensado y equino tufo, que despedía antes de pedir su primer trago del día. Se inclinó sobre el cadáver orinado. Apresurada fue despojando el cuerpo de alhajas; los anillos con piedritas brillantes formando pétalos, el collar frondoso con frutos de jade, las mariposas de alas diamantinas colgando del ombligo, el diamante en la nariz, se le montó y zafó con cuidado los pendientes con soles horadados, los dorados brazaletes y pulseras en muñecas y tobillos. En la vorágine no se percataba de lo cautivado que tenía a su muy selecto público.


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