lunes, 3 de marzo de 2014

El raptor de roedores (adelanto)

Lo escribo ahora, de una vez por todas y para siempre; para no volver a recordarlo después. Lo digo porque hace una semana aproximadamente, mi prometida atravesó firmemente con el tenedor un trozo de carne cocida de pollo y yo ante este hecho sin trascendencia, devolví toda la poca ensalada que previamente digería. Claro que antes ya había pasado por esto, pero era cosa inusual, y ese día no venía a ser uno extraordinario.
Podríamos decir que comenzó aquel  ciclo académico, en que él fue traído a nosotros como un bicho nuevo, y el maestro con amabilidad le dio la bienvenida y a nosotros un nombre para llamarlo como correspondía. Mentira. Recuerdo bien al maestro, la forma en que no nos miraba a los ojos cuando soltaba sus discursos en un tono gris invariable acerca de la responsabilidad, algo masticado tantas veces que ha perdido su sustancia. Frecuentemente nos hundía con él en su propio silencio; cuando terminábamos las operaciones matemáticas y lo mirábamos en su escritorio, escrutando en esta limitada planicie algo más allá de nuestro pobre entendimiento... esa solemnidad nos abrazaba. Pero recobrábamos nuestra inquietud natural cuando su tos de tiza blanca resonaba luego luego por el aula.
Y por eso confío en que la llegada del nuevo no fue un acto sobresaliente a una de muchas clases que pasamos entre silencios solemnes y sermones vacíos. Mas sin importar la atmósfera en la que nos diluíamos, lo notamos. Era imposible no hacerlo; él no era uno de nosotros. Su uniforme era el más longevo del grupo, parecía venir de una larga tradición hereditaria que finalizaría en un centro de acopio, y que sin embargo, fue forzado a la vida útil a un punto de deshilacharse; solo la mugre era capaz de mantenerlo firme en una pieza. Por lo demás, recuerdo su pelo de erizo, opaco, corto y tieso. La mirada hastiada, y al fondo de ésta, la característica majestuosidad, del agresivo brillo que emiten los iris renegridos.
José (o Jesús) María Guadalupe. Sus primeros días entre nosotros los pasó oscurecido en la butaca del fondo, apenas respirando, mirando a todos mirarlo. Luego intentó congeniar. Congeniaba parcialmente; principalmente cuando tenía la intención de hacerlo y jugaba sólo si el juego incluía una pelea: "luchitas" le llamábamos. Pero había temporadas en que no nos soportaba y muchas más en que nosotros no lo soportábamos y las luchitas pasaban a ser fregadazos serios.

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