Ahora les hablaré de mi bien más preciado. Lo conseguí en una subasta por internet. Pagué una gran suma y apenas tengo para sostenerme con lo que mi editorial benefactora dona a mi cuenta. Piden con urgencia que termine finalmente este proyecto. Este será sin duda mi último informe.
La caja me llegó apenas unas horas y no pude simplemente abrirla y ver su interior; me contuve porque muy poca gente en la vida se le es concedido el gran privilegio de mirar una autentica presa, mucho menos de poseerla y poder sentir todas sus partes; tocar y contemplar las mínimas imperfecciones, y oler su rancio sueño, de años y siglos de estar tras vitrinas y baúles, en cajones con gel de sílice y cubiertas de nieve carbónica, urnas abandonadas, lejos de la luz, en asfixiantes cuartuchos de acumuladores.
Así que me puse a desayunar los últimos gramos de avena, con los ojos sobre la caja de madera, imaginando que la destapaba y todo lo demás. Tan maquinal tragaba que un grumo se me desvió y obstruyó el flujo normal de mi respiración; con una tos bien fuerte pude escupir tal amasijo y proseguir fantaseando al tiempo que terminaba ya el plato.
Saqué el pellejo primero. Su pelo largo, suave, bien cuidado, era de un gris verdoso con puntas negras. Su forma alargada me recordaba a los armiños que las mujeres lujosas de principios del XX se montaban al cuello, por lo que deduje habría sido un gran mustélido en vida. Estaba agujerado en donde comprendía la cabeza y parte superior del tórax. Por ello en mi oficio conocemos estas reliquias como presas. Son el resultado de las hoy obsoletas cacerías. Las familias las conservan como trofeos enigmáticos y les otorgan un valor sentimental plagado de leyendas en el que se rescata el día en que el abuelo mató a la curiosa alimaña.
Por suerte el paquete también contiene, junto al título de propiedad, un pequeño folleto donde habla del nombre que le han dado, así como todos esos datos etnológicos y folklóricos que lo caracterizan. El cazador fue un hombre maduro de Irkustk, Siberia: Shurik Gusarov. Como es común entre rurales, el animal era un ser casi mítico y adquiría dotes animistas; era algo así como un espía de la naturaleza. Dice que no se andaba por los suelos sino que siempre estaba en las alturas, en el espeso follaje de la taiga. Dada su longitud y color se le consideraba mitad visón, mitad serpiente; norka zmeya (норка змея). Se enroscaba en el tronco de los pinos y si percibía algún movimiento, subía en espiral, perdiéndose rápida y sigilosamente.
En el interior de una pequeña caja hay fragmentos del cráneo y esqueleto. Por sus vertebras me hace pensar que poseía una cola muy larga y seguramente parcialmente prensil. Las costillas son cortas y planas. El cráneo está fragmentado en un rompecabezas; cuando terminé de armarlo constaté que la familiaridad con los mustélidos no era tan cercana como en un principio lo creí. Tenía un hocico agudo y alargado que daba la impresión de pico, salvo por las pequeñas hendiduras donde van los afilados dientecitos; había un par de ellos en la caja. El norka zmeya era insectívoro.
Lo metí de vuelta en su caja y ésta la escondí entre todo lo demás que conforma mi santuario.
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