Esta actitud, que no debería pertenecerme
estropea la cosecha y mata el ganado.
Es un invalido que me mira despechado.
Es una peste pesada encostrada en los tímpanos.
Ronda mi almohada.
Ahuyenta a mis amigos.
Y yo le grito y le pido que se aleje,
y ella me mira despechada...
¿Y cómo me deshago de ti? -le pregunto.
Pero ella nació con la misma duda.
Es mi actitud un cerrojo encriptado.
Es un enorme y fofo espantapájaros.
Es una zarza llena de espinas.
¿Y cómo acabar con lo que no tiene vida?
Cargo cada día con su olor a rata muerta,
y se hospeda en mis ganglios con su única misera vela.
¿Y qué busca ella que igual busco yo?
¿Fastidiarme? ¿Compasión?
Algo que sentir...
definición y significado,
no lo sé.
La actitud es una moneda a dos caras;
quisiera saber si la mía no salió defectuosa...
justo como mis costillas, pero menos simpática.
La odio desde la primera vez que se uso su nombre para agredir,
y la protegí con ardor diciendo:
"Yo haré de ti el motor de mis desvaríos ocasionales,
y ya verán que tan buena eres,
porque has crecido a mi lado,
porque mi actitud hacía la actitud positiva es estrictamente negativa,
porque no quiero ser etiquetado...
no seré un iluso
no seré realista
no seré.
Serás transformada y transformaras."
Y ahora me siento en un hoyo anestesiado,
amordazado por mi propia voluntad.
Es necesario admitirlo...
se me escapó de las manos,
ya no es tan solo un tumor benigno.
¡Electrocutenla!
martes, 18 de enero de 2011
martes, 4 de enero de 2011
La jaula del Zar Malva
"Otro
día asqueroso de engrudoso cielo gris destapacorchos" retuerce para si
mismo Lutfin refiriéndose a todo. Espera malhumorado sin percatar que su alta
sombrilla ha quedado atascada entre la línea eléctrica. Llega Parpara. Ambos
entran estorbándose al Zar Malva, una insalubre fonda de lo mejor que puede
encontrarse en la ciudad. Hay un montón de cristales rotos en el suelo. Se
instalan en la primera mesilla circular, junto al hueco de ventana.
—Perdón
por el... los inconvenientes —dice el empleado zafando la vista; y se queda ahí
parado sin verlos.
—¿Cómo
están los pequeños engendros? —suelta Lutfin a Parpara —¿Recibieron las
postales?
—No
lo sé. No hay tales.
—¿Quién
sabe?
—...
pues no, no las hay.
Presionado
por la gigantesca sombra de la cocina que advierte traspasar los umbrales de su
guarida, el camarero presta sus servicios y ofrece presto el menú acelgado de
temporada.
—¡Córtame
un dedo! ¿Qué es está porquería?
—¿Disculpe?
—Quiero
las cebollas campesinas... y un vaso bien nutrido de sake —Lutfin ordena
contentón.
—Para
mí la trucha marrón a la plancha con naranjada sin hielos. Este clima va a
matarnos; mató a mis padres, a mis hermanas y hermanos, sin mencionar a los
abuelos y a los abuelos de mis abuelos... a mi esposa...
—Creí
que se había alejado de aquí tan pronto te dejó.
—Ah,
sí. Eso pasó. De cualquier forma debe estar muerta, donde quiera que esté.
—(Risa
nasal) ¿Y sigues correteando polluelas? Debo decirte que no te queda el
papel... eres viejo, inmaduro, irritable, infiel, y no olvidemos tu falta de
tacto.[1]
—Pues
algo a mi tendrías que aprender. Por lo menos yo aparento sentir.
—Quisiera
saber qué no aparentas. Es para ti un deporte. En lo personal, prefiero ser
perseguido a perseguir... y adoro las tipas simples y grises.
Los
platillos y sus respectivas bebidas fueron depositados frente a los comensales.
—...o
tú qué opinas, cachorrín?
—¿Se
refiere a mí? —señalando su persona, el camarero, Yoruba, mira a su
interlocutor —¿es a mí? —mira ahora a Parpara que lo mira también, a la vez que
se columpia en su banco de mimbre y acicala su bigote bombacho de sheriff,
lacio y perfectamente bien cepillado. — ¿Sobre cuál asunto, señor?
-Iniciativa.
Yoruba
se queda perplejo piquiabierto.
-Yo,
yo, yo... no lo he pensado... estoy casado.
—!¿Casado!?¿Quién
lo diría?! Te ves tan verde... y ya has volado del nido.
—No,
no exactamente.
—Uh!
¡Terrible! Mala idea, muchacho, juntar a dos mujeres en la misma pecera.
—Se
equivoca... son cinco. También están mis abuelas y mi hija.
—Oiga
usted esto, señor Parpara, es horror de calidad. No contento con un mal empleo,
regresa a casa a bucear entre pirañas.
El
iris rubí de Yuruba arde intensamente.
—No
soy el único varón, también está mi hijo, además se aloja con nosotros un
tío... y un amigo que va de paso.
—¡Vaya
circo!
Yuruba
tiembla de rabia. Sin embargo los clientes se muestran indiferentes y vuelven a
retomar su conversación.
—Y
dime Parpara, ¿para qué tanta necesidad de vernos?
—Lo
logré... al fin te han abierto las puertas en el Mamut Imperial... la ex-fábrica
de conservas.
—¡Maldito
cabrón! Lo hiciste. ¿Con quién tuviste que fornicar?¿A cuántas camas te
metiste?
—Cuatro.
—No
lo hubieras hecho... es que mírame; no estoy listo, ni en forma. La última gira
fue un rotundo fracaso. Estoy salado. En todos los sentidos. Compruébalo,
acércate y olfatea un poco.[2]
—Tonterías, el mundo del espectáculo
tiene sus altas y bajas. Este es el lugar perfecto para brillar. Está lleno de
sacos rotos, mírales la cara, —señala al empleado que sigue de pie frente a
ellos —cansados de sus vidas rutinarias, apacibles, piden a gritos algo exótico
y diferente... como tú. Ya estás brillando.
—Odio
este pueblo. El sol sale más tarde que en cualquier otro lugar, las montañas
obstruyen albas y atardeceres. Y por si fuera poco, no hay día no nublado con
su copiosa lluvia desabrida por las tardes.
—¿Y
qué hace exactamente? —interrumpió el mesero, desdeñando en tono y postura.
Lutfin
ladeo la cabeza. Parpara tomó la respuesta.
—Lutfin
Paradice es la promesa del power pop psicodelico bailable experimental.
—¿Y
sobre qué tratan sus composiciones?
—Sobre
nada.
—¿¡Nada!?
—Nada.
—...nada...
—Puedes
retirarte —dijo Lutfin con toda propiedad y parsimonia mientras desgarraba con
las patas la cubierta de papel periódico con que se había cubierto el piso.
Yoruba
se retiró a la cocina y regresa sin demora con la cuenta para pasar un cuchillo
por el gaznate del gran prospecto de power pop psicodelico bailable
experimental. Su cabeza rota desenfrenada, cae hacía atrás. Luego la lengua
reblandecida se asoma y cuelga. Al mismo tiempo sus ojos se van tachando. Y
finalmente las articulaciones en sus dedos se relajan y sueltan el mantel que
ha ruborizado.
—Deliciosa
trucha, estoy satisfecho —Parpara exhaló con todo su bienestar. Usó como
mondadientes una de las espinas sobrantes. Pagó la cuenta, agregando una
generosa propina. Limpió su pico, y salió caminando del establecimiento. Luego
corrió, trastornado, exaltado, hasta su ocasional morada. Ahí escondió su cuerpecillo,
tras puertas y cobijas. Sin embargo, no sobrevivió a aquella noche; había
tragado muchas espinas que perforaron su aparato digestivo con una subsecuente
hemorragia.
A
las 5:45 de la mañana, Yoruba, tal y como lo había planeado, disolvió
fluoruacetato de sodio a su café regular, y se tomó el día libre.
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